Cómo superar el desaliento

“La diferencia entre el éxito y el fracaso se encuentra en la actitud frente a los reveses, obstáculos, desalientos y otras situaciones de frustración”, D. Schuartz.

Se cuenta que, cierta vez, el diablo quiso retirarse de sus quehaceres diabólicos y puso en venta todas sus armas. Señaló un día y las exhibió públicamente con el precio en ellas.

Había una que sobresalía de entre todas por su elevado costo. Valía diez veces más que el artículo más caro. Esa herramienta era ‘el desaliento’. Cuando le preguntaron por qué tan alto el precio, él contestó: “Es la más útil que tengo. Ninguna otra ha sido tan eficaz”.

Según la fábula, el monto fue tan exorbitante que nadie la compró y el diablo sigue usándola.

¿Quién no ha experimentado los efectos de esta poderosa arma? Todos fuimos o somos víctimas del desánimo. Uno más, otros menos, pero en alguna oportunidad todos conocimos el poder del desaliento. Bunyan, autor del libro más vendido después de la Biblia, describía este tiempo de la vida como el ‘valle del desaliento’, un sitio profundo por el cual todo hijo de Dios, tarde o temprano, está obligado a pasar.

Muchos creen que el desánimo es propio de creyentes pocos consagrados. Sin embargo, la historia bíblica y la biografía de grandes hombres y mujeres de Dios demuestran lo contrario. En 1866 Carlos Spurgeon, el gran predicador inglés, sorprendió a su auditorio de más de cinco mil personas diciendo: “Estoy sujeto a depresiones espirituales terribles, espero que ninguno de ustedes llegue a tales extremos de desventura a los que he llegado”. Al final de sus días confesó que frecuentemente había pasado por oscuros valles de desaliento.

El mismo Lutero tenía acceso a la melancolía más profunda que lo llevaba a esconderse durante días, a punto tal que sus familiares habían quitado de la casa todo instrumento peligroso por miedo a que se lastimara. En uno de esos episodios su esposa Catalina entró en su habitación vestida de luto. Lutero preguntó alarmado: “¿Quién ha muerto?”. “Nadie”, dijo ella, “pero por la forma en que actúas pensaba que Dios se había muerto”.

En el pasaje de 1º Reyes 19:1-18 encontramos a un hombre de Dios totalmente desalentado. Elías fue uno de los más grandes profetas de Israel. Por su mano, Dios hizo maravillas. En una ocasión se enfrentó a cuatrocientos cincuenta profetas de Baal, los avergonzó públicamente y se burló de ellos cuando intentaban que su dios les respondiera. Mientras gritaban y saltaban alrededor del altar, se cortaban con cuchillos y lancetas para que corriera la sangre. “Griten”, decía con ironía Elías, “quizás está meditando, o tiene algún trabajo o va de camino, tal vez duerme y hay que despertarlo”. Una actitud intrépida considerando que los profetas de Baal eran una multitud.

Elías, en un despliegue de autoridad espiritual excepcional, oró a Dios y cayó fuego del cielo. Volvió a orar y no llovió por tres años. Con semejantes antecedentes uno esperaría encontrar a un profeta seguro de sí mismo. Pero no es así. Se nos dice que Elías era “un hombre sujeto a pasiones como las nuestras”, Santiago 5:17. Después de estar en la cumbre del triunfo más glorioso, cayó en el más hondo valle de la desesperación.

Jezabel, la perversa esposa del rey Acab, envió un mensaje de muerte sellado con juramento. Le dio exactamente un día de vida (1º Reyes 19:2). En ese instante, el temor se apoderó del profeta y huyó al desierto. La depresión fue tan aguda que quiso morirse: “Basta ya Jehová, quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis padres”. “Pero Elías, ¿dónde está la valentía que tuviste cuando te enfrentabas a los profetas de Baal’? ¿No te demostró Dios, una y otra vez que está contigo? ¿Cómo es que temes a las amenazas de una mujer idólatra y pagana?”, podríamos preguntarle.

Sin embargo, en medio de este oscuro panorama puede verse el amoroso trato de Dios frente al desaliento de Elías.

 

  • Dios alimentó a su profeta.

Dios demostró que era más importante la vida del profeta que su servicio. Después de una manifestación tan grandiosa de Dios por medio del fuego que vino del cielo, producto de la oración de Elías, cualquiera hubiese esperado que todo el pueblo se volviera al verdadero Dios y dejara de lado los dioses paganos. Hubiésemos esperado ver al rey Acab y a su esposa convencidos de que Jehová era el verdadero Dios. No obstante, nada de eso ocurrió.

 

Israel menospreció a Dios y continuó con la idolatría. El profeta se sintió vencido y agotado. Todos sus esfuerzos para procurar que sigan a Dios resultaron infructuosos. Sentía que había fracasado. No servía para Dios ni para su pueblo.

¿Qué hizo Dios? Por medio de un ángel le dio de comer, versículos 5-7. Suplió su necesidad física y lo alentó a continuar en el viaje.

 

Muchas circunstancias ocasionan agotamiento. Las exigencias de los tiempos actuales hacen que corramos todo el día. Las demandas de trabajo, estudio, compromisos familiares y tareas ministeriales exigen al máximo nuestras capacidades. Y cuando no llegan los resultados de inmediato, cuando no vemos los frutos esperados, nos sentimos desfallecer y, al igual que Elías, queremos tirar todo por la borda. Es hora que sepas que estés donde estés, cualquiera sea el desierto en el que te encuentres, Dios llega hasta allí para cuidarte y fortalecerte.

 

  • Dios guió al profeta a su presencia.

Horeb era un lugar santo y con mucha historia. En Horeb Dios se manifestó a Moisés e hizo un pacto con su pueblo. En Horeb Moisés aprendió lo que las escuelas de Egipto no pudieron enseñarle. Horeb siempre significa comunión con Dios. Él mismo llevó allí a su profeta para revelarse. En Horeb Elías renovó su fe, clarificó su visión y recibió las fuerzas para llevar a cabo la misión que faltaba.

No siempre evitaremos las pruebas y las desilusiones, pero siempre podemos presentarlas al Señor. Dios quiere llevarnos a Horeb. Dejemos que Él nos guíe hasta allí y renueve nuestras fuerzas para continuar con la tarea que tenemos por delante.

 

  • Dios consoló al profeta.

No estamos solos en el servicio. Cuando Dios le preguntó a Elías qué hacía allí, él contestó: “He sentido un vivo celo por Jehová, porque los hijos de Israel han dejado tu pacto, han derribado tus altares, han matado a espada a tus profetas y solo yo he quedado y me buscan para quitarme la vida”, versículo 10.

El profeta se sentía aislado, abandonado y solo. Creía que nadie más entendía lo que él hacía. Se veía como uno contra el mundo. Muchas veces sentimos lo mismo. Creemos que somos los únicos a los que les toca padecer y sufrir por Cristo, como si fuéramos los únicos portadores de la cruz.

 

En ese momento de quiebre emocional, Dios confortó el alma de su siervo diciéndole que siete mil personas no habían doblado sus rodillas a Baal y sus bocas no lo habían besado.

Aun en las épocas de mayor degeneración espiritual Dios se reserva un remanente fiel. Ese remanente está escondido a los ojos de los hombres, pero el Señor conoce a los que son suyos, Tito 2:19.

 

Extraído del libro “Lágrimas que sanan”